canciones de mi vida.

La segunda es de niños pequeños. Claro que yo por aquel entonces era una sabandija de medio centímetro. Recuerdo a mi madre cantándola a todas horas con esa voz de madre que canta bien y que se inventa casi siempre las letras.
Me la aprendí pronto y hoy he recordado que mi cerebro todavía no se ha deshecho de ella. Joder, si almacenase datos académicos con igual facilidad...

Supongo que esta canción me gusta porque es sencilla y dice eso tan típico de que las cosas no tienen por qué ser lo que suponemos, que el hábito no hace al monje y que puede haber bondad hasta en el más capullo. Por todo esto y porque todavía quiero quedarme dormida cuando la escucho.


canciones de mi vida.

Es obvio que comenzaré por el principio, señores.
Así que me referiré al óvulo y el espermatozoide, a ambas células galopantes en la trompa de Falopio de mi señora madre. Por aquel día de aquel abril del ochenta y nueve en el que fui concebida.
Las figuras paternales rondaban los treinta, su primogénita los dos; y las cabezas huecas estaban llenas de nidos de ave migratoria y son. Cantautores.
No hubo náuseas matutinas ni antojos de fresas a las tres de la mañana, pero sí una canción que se enganchó a las paredes del útero como el más fuerte de los embriones (yo). Duerme, duerme, negrito. Enorme Atahualpa en la voz de Mercedes Sosa. Semana tras semana, mes tras mes, mamá escuchaba y cantaba para que su voz resonase entre sus tripas llegando a mis oídos a medio formar. Los pequeños tímpanos entre líquido amniótico.


De modo que, sin duda alguna, esa fue la primera canción que escuché a lo largo de mi larga y corta vida. La que más me ha descosido y la que menos me ha costado.

Que tu mama está en el campo, negrito.