mayoría de edad

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diecisiete

los peces que vuelan son más felices*



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Cuando se conocieron él tenía diecisiete años y ella una piruleta derretida en el bolsillo izquierdo de la chaqueta; la de lana roja que le había comprado su hermana en Bucarest. Aquel día de Abril sólo se atrevieron a hablar del nacionalsocialismo en Suecia y de lo redonda que era realmente la Tierra ante los ojos de ambos. (El tercer planeta del sistema solar). Dos días después ya eran capaces de darse los buenos días sin vasodilatar sus respectivos rostros. 
Juntos ahogaron una hormiga en un verde vaso de café colombiano con seis cucharadas y media de azúcar moreno; crueles poseedores de la vida del insecto. De este modo, sellaron su unión.
Seis calendarios y nueve meses después para que al mundo llegase su primogénita. Una niña rubia y sonriente, a pesar de que ambos eran ateos. De su madre heredó la peca de detrás de la rodilla. De su padre, una cuarta edición de tapa dura de El amor en los tiempos del cólera.

dieciséis




las cosas fáciles suelen ser cosas feas
las cosas feas no le interesan a nadie

quince



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Escuché a una gallina cacarear y realmente no era ni un ave de corral ni un ratón mordisqueando un corcho, sino mi corazón acelerado desde aquella cama que constituía un simple simbolismo de la terraza en el noveno piso de un edificio cualquiera. Decidí destaparme la nariz porque siempre me han parecido patéticos los que se preparan psicológicamente para saltar a la piscina. Hazlo sin más, me dijo él, tal y como te lo dicten tus tímpanos. Y fue pues que hice plof contra el asfalto chorreante de culpabilidad.
Con los restos, con mis restos, pinté un cuadro.
De mis ojos hice unos nuevos ojos, dispuestos a ver más allá de las vanalidades de mi bandeja de comedor hasta los topes de gusanos. De mis manos, unas relucientes manos impresionistas, preparadas para sentir el tacto del más delicado trozo de lija del número seis. De mi boca, una boca incesante y curiosa que mordisqueaba asquerosa mis uñas (creadas cómo no a partir de mis viejas uñas). 
De este modo y no sin una preparación psicológica previa obtuve la representación de un nuevo yo en forma de puesta de sol en el monte de los olivos, aunque nunca me han gustado demasiado ni los paisajes ni los saludos convencionales. Sobre la tercera hoja del cuarto árbol pinté un mosquito herido de amor, que no era más que la representación fálica de una danza de la lluvia ácida. Escondidas tras las ramas, una sarta de imbecilidades absurdas y tres flores que más bien parecían champiñones. Cosas de la humedad.
De mi piel hice una nueva piel tersa y luminosa, como la de un niño que ve por primera vez la luz del sol y justo en ese momento decide que su destino es el más cruel suicidio. De mis pies, unos pies que al fin podían correr el kilometraje que el mundo ofrece. De mis rodillas unas nuevas rodillas que dieron soporte y luminosidad a la obra, como un marco grisáceo de madera apolillada. No recuerdo lo que hice con mi ausencia de pelo. Lo que sí está claro es que con mi piel hice un perfecto sistema de ventilación inspirado en las obras de Friedrich Wilhem Nietzsche.




(el arte lo pone Cirenaica Moreira)

trec... catorce

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Esta misma mañana me he levantado con la boca llena de cosas por decir. Delante del espejo mi no-pelo ha sugerido que tal vez el destino de mis sentidos no sea otro que pasar vergüenza. Bochorno.  Apabullamiento.  Fue entonces cuando de entre mis dientes salieron hilos informes de plastilina teñida con colorantes naturales. Curcumina. Antocianos. Ácido carmínico. Uno resbaló por el lado izquierdo de mi pecho. El más indiscreto, el más violeta. Se me erizaron tres pelos en la nuca y uno de ellos se ha quedado así desde entonces. La boca seguía regurgitando aquel arcoiris desafortunado y sentí morir en medio de aquella orgía de viva la vida.
Ahora me he encontrado con un pájaro que siempre dice la verdad, y me ha susurrado tras las rodillas que nada importa salvo las imbecilidades que nos hacen temblar.
Y sino, nada.

doce



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Tus pensamientos te dicen que ella no es para tí, o que ya ha llovido demasiado desde el primer asalto. Piensas en el café que ahora mismo tus tripas abrazan, imaginas los trozos de galleta flotando desamparados en tu intestino, te ríes. Aunque ya nada tenga sentido continúan las matemáticas del yo; irreverentes e inexplicables como la magia de aquel señor que doblabla cucharas de plastilina. 

Después te tumbas en la hierba todavía mojada, oliendo a cortacésped (véase también gasolina) y te rascas la ceja izquierda con el anular derecho. Cierras los ojos y puedes oír a un gato maullar, a una chica con ortodoncia sorber un helado, a su novio gruñendo desaforado ante una perspectiva cada vez más real de pasar la noche sólo, a una cámara de fotos que obtura más lentamente de lo recomendable teniendo en cuenta la luz del momento, a un anciano que esputa, a un niño que llora porque no puede volar como las palomas, a las palomas, a un bebé resignado que succiona los marchitos senos de su adolescente madre, a un pequeño roedor que intenta esconder algún fruto seco robado, los pensamientos de un yonki que piensa en voz alta, a la dieciseisañera recién parida que odia en lo más profundo de su amor al parásito al que alimenta. Muy lejano, un fiat 147 rojo con matrícula de Málaga.

 

Quiero que seas consciente de que, para mí, sólo tú sabrás captar la enorme belleza del momento. Habiendo mantenido cerrados los párpados durante los diez minutos que dura la escena. Toda ella te impregnará tan profundo que el día en que te de un abrazo sabré que tu retiro ha sido casi espiritual aunque efímero, oliendo tú a vida y yo a aquella persona que todo lo sabe sobre la ignorancia.


No están echas las mariposas para sangrar