dos y cinco

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Anoche un hombre me dijo que yo tenía cara de destrozar hasta el somier y ni siquiera me sonrojé.
Mi mejor amigo (ególatra y fan de pokemon) me manda un mensaje de texto para llamarme hija de la grandísima puta (sic).
Tengo ganas de leer de nuevo Asfixia (Chuck Palahniuk) y pienso hacerlo tan pronto como lo encuentre de entre la montaña de libros que me engullirá si no me defiendo con un látigo.
Hoy he comido pata de cordero al horno, kitch de verduras y de postre pastel de zanahoria. Comería marisco pero es que soy alérgica. Y al que se le ocurra hacer un chiste con "una gallega alérgica al marisco" le juro que le meteré una rata viva en los intestinos para que los devore como el fuego al leño seco.
No me gusta demasiado A dos metros bajo tierra pero lo veo porque me parece entrañable en algunos momentos y realmente divertida en otros. Aunque sean pocos.
Igual que no me gustó nada la película cutre que vimos ayer Loreto y yo (hasta que ella se quedó dormida); que de triste que era daban ganas de gritar, pero que me enseñó una preciosa cita de Honoré de Balzac (al parecer, uno de los escritores con el apellido más pedante)
Y no.
No estoy vacilando.
Es que tenía ganas de escribir algo y de poner estos cuadros de Monet que me hacen parpadear con más intensidad de la habitual.
Si no os gusta la entrada de hoy, podéis llamarle arte contemporáneo.


*Una noche de amor más es un libro menos que se lee

veinticuatro

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Al célebre Edmundo siempre me lo imaginé de mediana estatura, delgado y no excesivamente fibrado, de rostro enjuto y tez curtida por las innumerables horas bajo el sol de la platanera. Penetrantes ojos negros, mirada amable y en cierto modo de vaga expresión pícara (de esas que te desnudan sin quitarte la ropa). Unos cuarenta y tres años, hirsutos inicios de una barba castaña agradable sin embargo para besos y arrumacos. Pelo corto y rebelde, no podría ser de otro modo. Manos preciosas de dedos largos y palmas ásperas a causa de las palmas (valga la redundancia).
Imaginaba siempre cómo sería su caminar discreto entre la multitud, jamás sobre horribles zapatillas de tribu en subdesarrollo; su voz ronca de acento falsamente cubano, su dulce manera de tratar a las multitudes de usted; su olor a limpio, a algodón y hierba recién cortada.


Tropezaría un día en el supermercado con Edmundo Mantel (aka mi amadísimo Edmundo). Él pavo sin sal y yo mermelada de grosellas. En conversación casual coincidiríamos en que ambos odiamos los supermercados y dejaríamos las cosas (él el pavo sin sal y yo la mermelada de grosellas) en el primer lugar que encontrásemos (posiblemente al lado del detergente con olor a jabón de Marsella). Escaparíamos del capitalismo para tomarnos juntos una caña, ron Amiche si así lo desea; para hablar animadamente de cuando yo era menor de edad y tenía la sandía llena de pájaros o de ahora que soy medio-persona-medio-médico y ya no tengo pelos en la lengua porque las aves han errado en su camino.
Luego subiríamos a su casa (o a la mía), él que yo soy demasiado joven, yo que cierre la puta boca. Follaríamos agresivos pero sin prisas sobre la alfombra de la entrada,y finalmente me iría sin beso de despedida pero ordenando diese recuerdos de mi parte al señor Ingle. Edmundo todavía jadeante en el suelo.
Después de aquello, seguiríamos tratándonos de usted.

*perversión: Charles Bukowski


20-tres

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Eran una familia bastante curiosa en lo que refiere al aspecto psiquiátrico-motor.
El padre, un varón de raza blanca de cincuenta y siete años (mes arriba, mes abajo) trabajaba a jornada completa como corredor de apuestas en las carreras de caracoles. En lo que a vocación respecta podría decirse que el señor Mirrow adoraba tanto su trabajo como en su día Wolgfang Amadeus Mozart adoró el requiem que componía para su propio entierro. Era espeluznante a la par que tierno verle levantarse cada mañana de su lecho de rosas, desayunar tres gotas de miel y partir falsamente entusiasmado hacia la monotonía de un empleo fingidamente genial. Los moluscs eran su Lacrimosa.
La señora Mirrow, de soltera Tick, tenía no menos de cuarenta y nueve años a sus espaldas y aseguraba que su fecha de nacimiento tan sólo podía conocerse a través de los documentos oficiales o de la lápida que ella misma había ordenado grabar en su vigésimo tercer cumpleaños (una bellísima losa de mármol rosado de esquinas redondeadas sobre la que se podía leer con letra excesivamente cursiva "jamás fue buena persona"). Se había dedicado desde los dieciocho años a promocionar los productos para cabello pelirrojo de una conocida marca de cosmética, empleo para el cual no fue impedimento ser la propietaria de una espesa y larguísima cabellera negra. No obstante, cuando nació su segundo hijo decidió romper con todo y fundó una empresa de pornografía para canarios que se había hecho bastante famosa (sobre todo después de que sus guiones fueran premiados varias veces por países como Corea del Norte, Argentina, Portugal y los mismísimos Estados Unidos de América).
Conocí al mayor de los Mirrow, de nombre Broken, el día que este fue expulsado de mi instituto por haber tratado (no en vano) de prender fuego a las bragas de la profesora de latín. SANCTUS FLAMMA ET SALUS, HERETICUS DEFAECO AC TRUCIDO PRODITOR. Todo el mundo era conocedor de su latente piromanía, pero ese fue un asunto que se hizo mucho más evidente cuando Broken Mirrow amarró a su perro (un lebrel afgano de seis años demasiado viejo como para resistirse) en el interior de un incinerador de basuras marca Total Foolish. En resumidas cuentas podría decirse que, si eligiésemos a un desconocido al azar de entre las seis personas por minuto que pasaban por delante de la cafetería del pueblo cada mañana, cualquiera hubiera descrito al joven Mirrow como un "puto maníaco" o bien un "jodido psicópata".
Su hermana Bend era una joven de veinte años recién cumplidos que tenía los pechos más grandes y firmes del mundo. Había incluso quien afirmaba que había nacido ya con pechos de silicona, posiblemente debido a la dieta rica en kiwis y sales de bicarbonato que su madre había seguido durante el embarazo. La cuestión es que la joven y voluptuosa Bend era estudiante ejemplar y amante satisfecha de un sinfín de seres humanos de distintos sexos. Pero seis meses atrás había conocido a un caballero sesenta años, un mes y tres días mayor que ella que se había enamorado locamente de su artificial virginalidad y le había jurado amor eterno y crédito sin límite a cambio de tres besos con lengua a la semana y una felación cada diecisiete días.
Por último estaba Dein Sanem, el pequeño de nombre compuesto de los Mirrow. Tenía siete años y quería ser domador de cangrejos o cobaya humana, no lo había decidido aún. Era el número uno de su clase y le gustaba jugar con el enorme jarrón de amapolas que siempre reposaba tranquilo sobre la mesa del comedor familiar. Era un niño vulgar, un vulgar niño de mirada perdida y pegamento en las fosas nasales.

Puedo asegurar pues y sin miedo a equivocarme que los Mirrow eran total y absolutamente felices.

veintidós


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Fascinada por la ingravidez de tus actos me precipito sobre el destino que al parecer me espera. Agarro mi fingida desdicha con la mano izquierda reservando la derecha para asir tu hombría desoladora (deteniéndome ahora mismo para aclarar que no hay eufemismos fálicos en este escrito, aunque no sean necesarias las aclaraciones dada tu enorme gilipollez de machito recién castrado).
Lejos de ser este un grito pseudo-feminista diré que no son necesarias tus arrogantes cejas, al igual que imprescindibles son las miradas con las que derrites mis fronteras. Harta y ahotada no sé si de tus inexistentes juegos o de mi imaginaria coquetería, me dedicaré ahora a aprender a jugar a las cartas.
Y es que siempre me he sentido en cierta manera fascinada por el juego de baraja que en algunos bares o residencias de ancianos se profesa. El as de espadas como vencedor absoluto (tal vez esto sí sea una varonil metáfora), boca torcida para el siete de oros, el dos que finalmente vence sobre el uno. Las señas mal captadas, la pareja infinita y compenetrada, las mentiras asquerosas sobre lo que tienes en la mano.
Las mil y una vueltas que he dado para terminar volviendo a hablar de tí.


*fotografías: Harold E. Edgerton

veintiún

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Anoche me arranqué las entrañas.
Una a una.
Despacio.

Guardé cuidadosamente los pulmones en una caja dorada que sellé con débil lazo azul celeste. Me despedí de ellos con el tórax aún sangrante y mis labios susurraron un adiós bastante pausado. Sacudí el polvo de mi estómago repleto de mariposas y lo besé hasta alcanzar el éxtasis de mis ojos castaños para luego depositarlo en la bolsa de terciopelo naranja que guardaba en el tercer cajón de aquella mesa. Un lepidóptero curioso logró escapar al cardias y se posó osado entre mis piernas, acariciando con sus polvorientas alas la oscuridad de mis perversiones, simple y llanamente sincero.
Les siguieron el tierno bazo, el estúpido páncreas, el enorme hígado, los intestinos vanidosos.
Y por último, él.
Lo arranqué sin miedo a dejar de amar, porque sabía que ya nada malo podía suceder. "Estarás aquí siempre", dijo mi voz ronca mientras me llevaba el dedo índice a la frente. Justo entre las cejas. Arrojé la revoltosa víscera de destino insospechado al fondo del baúl de ébano oscuro y cerré con siete llaves para luego arrojarlas al fondo de un río cercano, no recuerdo cuál.
Ya no lo necesitaba.
Había aprendido a llorar de felicidad.


*pinturas: Egon Schiele