Olfateó cada rincón de su cuerpo decrépito como intentando recordar algún tiempo pasado de sexualidad desinhibida. Lamió todos y cada uno de sus dedos, estupefacta ante un sabor de vejez congénita. Estrujó con rabia sus pechos abandonados por la salud y el delirio, retorció cruelmente los pezones secos. Dirigióse ásperamente hasta sus genitales olvidados y los hizo revivir por un momento en el orgasmo infinito de sus lágrimas. Se corrió vieja y roída.
Cuando la policía encontró el cadáver sólo quedaban de ella las pestañas postizas, el rojo prostitución de sus labios disfrazados y una nota que rezaba "den de comer a mi gato".